El 8 de mayo de 1987, en la conocida “Masacre de Ingeniero Budge”, fueron asesinados los jóvenes Oscar Aredes, Agustín Olivera y Roberto Argarañaz por efectivos policiales. Fue uno de los primeros casos de gatillo fácil que generó movilización y organización barrial ante la impunidad policial y judicial, recuperando así trayectorias de los organismos de derechos humanos históricos como Madres y Abuelas de Plaza de Mayo.
En memoria de la masacre de Budge, y de los cientos de jóvenes asesinados por fuerzas policiales, el 8 de mayo fue declarado “Día Nacional de la Lucha Contra la Violencia Institucional” (Ley 26.811). En correlato con esta norma, el Consejo Federal de Educación del Ministerio de Educación de la Nación acordó, en la Resolución 189/12, que el 8 de mayo se incluya en los calendarios escolares de cada jurisdicción, disponiendo que en los “establecimientos educativos se realicen acciones pertinentes para consolidar la concepción democrática de la seguridad respetando la plena vigencia de los derechos humanos, la sujeción irrenunciable de las fuerzas de seguridad al poder político y la protección de los derechos de los grupos más vulnerables de la sociedad”.
Una primera definición de la Secretaria de Derechos Humanos sirve para delimitar aquellas formas más graves que puede adoptar el accionar de los funcionarios públicos: “prácticas estructurales de violación de derechos, desarrolladas (por acción u omisión) por funcionarios pertenecientes a fuerzas de seguridad, fuerzas armadas, servicios penitenciarios y efectores de salud, así como también operadores judiciales, en contextos de restricción de autonomía y/o libertad”.
Cuando hablamos de violencia institucional vemos su forma más reconocida en las prácticas ejercidas por las fuerzas de seguridad que abusan, violentan, y se realizan de manera discriminatoria. Pero la definición de violencia institucional, no es sólo la policial y la penitenciaria sino que responde a una suerte de circuito de violencia. La violencia hospitalaria, administrativa y judicial tienen en común que el maltrato de los agentes públicos está dirigido a los mismos actores: los jóvenes, los sectores más vulnerables de la sociedad, las mujeres, los miembros del colectivo LGBTYQ, las trabajadoras sexuales, entre otros.
La violencia puede ser física o psicológica. No son hechos aislados, no son errores ni excesos. Son prácticas que se repiten y terminan siendo parte del quehacer informal de la institución. Esto genera recurrentemente que las víctimas no suelen identificar los momentos de agresión, abuso y discriminación. Por el contrario, llegan a verlos como hechos “normales”, como parte de la vida cotidiana.
Estos momentos son fundamentales para que se defiendan profundamente los derechos conquistados por todos los ciudadanos y se trabaje en romper los procesos de estigmatización social que crean las condiciones para que las fuerzas de seguridad, y las instituciones estatales en general, se ensañen con determinados actores.
La violencia institucional es una de las asignaturas pendientes de una democracia que se sigue construyendo y consolidando día a día en nuestro país. Hoy es nuevamente un tema que está tomando vigencia y estado público.